Martín Corona Alarcón
En su libro “De animales a
Dioses” Yuval Nosh Harari insiste en el “orden imaginado” que es el aporte
exclusivo de la especie humana. Porque ningún otro animal sobre la tierra es
capaz de transformar su entorno, mover miles y hasta millones de sus miembros,
destruir a otras especie e incluso a la propia con el pretexto de una idea.
Los humanos somos los
únicos animales hasta ahora conocidos capaces de tener una idea, comunicarla y
hacer que los demás la crean para, finalmente, transformar la realidad con base
en esa idea. Hemos sido capaces de crear estructuras políticas muy complejas,
de transformar la naturaleza a nuestro antojo e, incluso, de crear realidades
virtuales.
Así que ese “orden
imaginado” es una convención gigantesca que sirve a la humanidad para
regularse, cometerse, ser libre y, en resumidas cuentas: vivir.
Ejemplos hay mucho,
algunos muy simples y hasta graciosos y otros duros, complejos, casi
intocables. Las divisiones políticas, por ejemplo, son parte de esas cosas que
dan un poco de risa si las miras en el mapa y luego tratas de confirmarlas en
la realdad, porque no hay nada que divida un espacio del otro, es una
convención que se hizo con base en las propiedades de ciertas personas de la
época en que se realizó la “división política”.
Claro que a veces esas
divisiones responden a grupos sociales con su propia identidad y arraigo, pero
no obligatoriamente. Por ejemplo en la Huasteca en México, donde una misma
región con sus costumbres y hábitos está incluida en cuatro estados del país.
Otro ejemplo son las ciudades colindantes, Orizaba que mucho dicen que es “muy
poblana” o Loma Bonita cuya gente vive más como veracruzana que como Oaxaqueña.
Los cuenta cuentos somos
agentes de cambio precisamente por eso. Un juglar o cuenta cuentos que se
precie de serlo en verdad, lleva cuentos, historias, ideas y “ordenes
imaginados” nuevos y diversos. Y las ideas son como semillas, pueden aguardar
durante mucho tiempo hasta que comienzan a germinar y llegar a convertirse en
fértiles árboles capaces de ser en sí mismas nuevos hábitats. No en balde la
teoría literaria llama a su objeto de estudio “realidades posibles”.
Las historias son
vehículos de ideas, sueños y mundos posibles, ahí radica su importancia. Sin
embargo en un mundo donde se cuentan siempre las mismas el empobrecimiento se
nota en la uniformidad. Si todos leen los mismos libros, ven la misma
televisión, películas, series se comportarán igual y derivarán en grupos
sociales muy similares en casi todo el mundo, perdiendo su autonomía y
capacidad para crear sus propios “órdenes imaginados”.
Y quiero terminar esta
columna con dos citas, una del libro antes mencionado que da la idea base del
texto:
"¿Cómo se hace
para que la gente crea en un orden imaginado como el cristianismo, la
democracia o el capitalismo? En primer lugar, no admitiendo nunca que el orden
es imaginado. Siempre se insiste en que el orden que sostiene a la sociedad es
una realidad objetiva creada por los grandes dioses o por las leyes de la
naturaleza. (...) También se educa de manera concienzuda a la gente. Desde que
nacen, se les recuerda constantemente los principios del orden imaginado, que
se incorporan a todas y cada una de las cosas. Se incorporan a los cuentos de
hadas, a los dramas, a los cuadros, las canciones, a la etiqueta, a la
propaganda política, la arquitectura, las recetas y las modas. (...)" Cita
de "De animales a dioses. Breve historia de la humanidad", Yuval Noah
Harari. Editorial Debate, 2014.
Y una más cercana, un viejo “poema” con el que
me gusta ejemplificar en pequeño la manera como vamos construyendo nuestro ser
con base en cuentos, historias que hacen nuestro propia identidad:
Si la genética determina, las historias nos
hacen familia. Jorge contaba el viaje al Caribe con tanto detalle que... evité
aclararle que viajamos un año antes que él naciera.
No se lo dije. Él cree que estaba en la familia
años antes de nacer (¿lo estaba realmente?).
Cierta noche le pregunté si recordaba ese
viaje, esa lejanía y aquel sentir de familia con cuatro hijos con seis, siete,
diez… diecisiete años entre la primera y el más pequeño.
Me dijo que recordaba cada una de las historias
contadas una y otra vez por cada uno de
nosotros.
Somos nuestra historia (creemos lo que nos cuentan que somos), pese
a vivirla sin existir.
Boca del Río, Veracruz a 8 de marzo 2016
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Foto: Mónica Zenizo |