viernes, 25 de marzo de 2016

El "orden imaginado" y las historias

Martín Corona Alarcón


En su libro “De animales a Dioses” Yuval Nosh Harari insiste en el “orden imaginado” que es el aporte exclusivo de la especie humana. Porque ningún otro animal sobre la tierra es capaz de transformar su entorno, mover miles y hasta millones de sus miembros, destruir a otras especie e incluso a la propia con el pretexto de una idea.
Los humanos somos los únicos animales hasta ahora conocidos capaces de tener una idea, comunicarla y hacer que los demás la crean para, finalmente, transformar la realidad con base en esa idea. Hemos sido capaces de crear estructuras políticas muy complejas, de transformar la naturaleza a nuestro antojo e, incluso, de crear realidades virtuales.
Así que ese “orden imaginado” es una convención gigantesca que sirve a la humanidad para regularse, cometerse, ser libre y, en resumidas cuentas: vivir.
Ejemplos hay mucho, algunos muy simples y hasta graciosos y otros duros, complejos, casi intocables. Las divisiones políticas, por ejemplo, son parte de esas cosas que dan un poco de risa si las miras en el mapa y luego tratas de confirmarlas en la realdad, porque no hay nada que divida un espacio del otro, es una convención que se hizo con base en las propiedades de ciertas personas de la época en que se realizó la “división política”.
Claro que a veces esas divisiones responden a grupos sociales con su propia identidad y arraigo, pero no obligatoriamente. Por ejemplo en la Huasteca en México, donde una misma región con sus costumbres y hábitos está incluida en cuatro estados del país. Otro ejemplo son las ciudades colindantes, Orizaba que mucho dicen que es “muy poblana” o Loma Bonita cuya gente vive más como veracruzana que como Oaxaqueña.
Los cuenta cuentos somos agentes de cambio precisamente por eso. Un juglar o cuenta cuentos que se precie de serlo en verdad, lleva cuentos, historias, ideas y “ordenes imaginados” nuevos y diversos. Y las ideas son como semillas, pueden aguardar durante mucho tiempo hasta que comienzan a germinar y llegar a convertirse en fértiles árboles capaces de ser en sí mismas nuevos hábitats. No en balde la teoría literaria llama a su objeto de estudio “realidades posibles”.
Las historias son vehículos de ideas, sueños y mundos posibles, ahí radica su importancia. Sin embargo en un mundo donde se cuentan siempre las mismas el empobrecimiento se nota en la uniformidad. Si todos leen los mismos libros, ven la misma televisión, películas, series se comportarán igual y derivarán en grupos sociales muy similares en casi todo el mundo, perdiendo su autonomía y capacidad para crear sus propios “órdenes imaginados”.
Y quiero terminar esta columna con dos citas, una del libro antes mencionado que da la idea base del texto:
"¿Cómo se hace para que la gente crea en un orden imaginado como el cristianismo, la democracia o el capitalismo? En primer lugar, no admitiendo nunca que el orden es imaginado. Siempre se insiste en que el orden que sostiene a la sociedad es una realidad objetiva creada por los grandes dioses o por las leyes de la naturaleza. (...) También se educa de manera concienzuda a la gente. Desde que nacen, se les recuerda constantemente los principios del orden imaginado, que se incorporan a todas y cada una de las cosas. Se incorporan a los cuentos de hadas, a los dramas, a los cuadros, las canciones, a la etiqueta, a la propaganda política, la arquitectura, las recetas y las modas. (...)" Cita de "De animales a dioses. Breve historia de la humanidad", Yuval Noah Harari. Editorial Debate, 2014.
Y una más cercana, un viejo “poema” con el que me gusta ejemplificar en pequeño la manera como vamos construyendo nuestro ser con base en cuentos, historias que hacen nuestro propia identidad:
Si la genética determina, las historias nos hacen familia. Jorge contaba el viaje al Caribe con tanto detalle que... evité aclararle que viajamos un año antes que él naciera.
No se lo dije. Él cree que estaba en la familia años antes de nacer (¿lo estaba realmente?).
Cierta noche le pregunté si recordaba ese viaje, esa lejanía y aquel sentir de familia con cuatro hijos con seis, siete, diez… diecisiete años entre la primera y el más pequeño.
Me dijo que recordaba cada una de las historias contadas una y otra vez  por cada uno de nosotros.
Somos nuestra historia  (creemos lo que nos cuentan que somos), pese a vivirla sin existir.


Boca del Río, Veracruz a 8 de marzo 2016

Foto: Mónica Zenizo

Justicia en la nueva escena

Martín Corona  Alarcón

El público no es la contraparte de las artes escénicas, el público es la esencia del espectáculo. La diferencia entre un ensayo y una función es crucial: el ensayo es la limpieza y preparación de un espectáculo, un trazo escénico pensado y diseñado por un director para mostrarse. Sin embargo, no está acabado. Cuando se presenta, al ocurrir la función se completa el círculo de comunicación. El público recibe e interactúa con su mirada y su energía en aquello que mira.
A lo largo de la historia ha cambiado la visión de escena, en la edad media los grandes galerones contaba con gritos y hasta “tomatazos” de la gente que aprobaba o reprobaba lo que veía. De un par de siglos a la fecha  eso cambió, la norma de la alta cultura le dio a la escena un respeto casi religioso, de manera que en el teatro no se puede toser, ni hacer ruido, ni mucho menos interactuar con el montaje preparado por actores, director, escenógrafos y asistentes. Y quizá en ese mismo esquema la televisión y el cine copiaron el modelo y hay una “cuarta pared” entre el espectador y lo que pasa en la escena.
Actualmente me parece un poco absurdo que el teatro siga los mismos cánones, teniendo al cine y la tele como “competencia”. Una obra de teatro nunca podría igualar la producción del cine ni la tele, si tomamos en cuenta los millones de dólares empleados en lo que se ve y en la tecnología necesaria para su grabación y reproducción.
La queja cotidiana de la gente del teatro tradicional (aquel de un foro “a la italiana” como un cuadrado con un escenario y telón, luces, etc…) es que el público no va al teatro o que son un puñado los asiduos y que, además, se compone por la misma comunidad. La gente de teatro viendo teatro, la gente de literatura leyéndose entre sí, los artistas plásticos yendo a las exposiciones de sus compañeros y así las pequeñas comunidades artísticas cerradas, regurgitando sus estructuras, heredando esa manera de hacer las cosas para ese pequeño grupo. Resulta inoperante en el mundo, un asunto más de arqueología como pieza de museo.
Las artes no fueron siempre así. De hecho tiene apenas tres o cuatro siglos que se considera a “las artes” como disciplinas aisladas. Durante la edad media la literatura estaba encerrada en los monasterios, porque muy pocos leían y escribían. Las artes plásticas estaban destinadas a mostrar la religiosidad. La escena y lo que después llamaron “el teatro” servían casi exclusivamente a la iglesia en sus ritos y, de vez en cuando, alguna comedia divertía a cientos de personas.
Una escena actual, tomando en cuenta al cine, la tele y el internet, tendría que proponer algo diverso. La creación de un lenguaje escénico en que el público no fuera pasivo, sino activo participante e incluso protagonista del montaje. Han existido ciertos asomos en algunas “atrevidas” puestas en escena, incluso la evolución del circo utiliza actores que se hacen pasar por público para ello.
Sin embargo aún falta mucho por  explorar y mucho más por lograr en los escenarios tradicionales. En cambio en las escuelas, los hospitales, los parques y hasta dentro de los autobuses hay una nueva movida de cuenteros, payasos y malabaristas que viven directamente del público. Con más intuición y buenas intensiones que conocimientos, cambian sus servicios de divertimento por unas monedas que, sumadas, les dan a menudo más dinero que a quienes ocupan los teatros y espacios tradicionales de escena.
Y aquí entra de nuevo ese personaje medieval: el juglar. Quien durante más de diez siglos conservó escritos paganos, bromas, juegos de malabarismos y un sin fin de actividades que ahora llamamos artes y las universidades pretenden encerrar, estandarizar y sistematizar.
Y surgen de pronto cada vez más juglares que de una u otra manera buscan ganarse la vida con el verdadero agrado del público: un pago justo por su trabajo. Pero no de la justicia occidental que paga a quien hace las cosas “correctamente” e incluso no las hace por ser correcto. Una justicia directamente relacionada con la emoción y la reciprocidad, el juglar da generoso a sabiendas que sólo si aquello que comparte o muestra es de mucho agrado obtendrá una recompensa valiosa.

Cuando la escena, el teatro, vuelva a ello tendremos nuevos caminos, en tanto la mayoría de la gente dedicada a divertir y comunicar deberá conformarse con imitar a cambio de un poco del dinero que se invierte en que todo siga igual.