Por Martín Corona A.
En muchas ocasiones me he preguntado por mi oficio. Luego de
escribir seriamente para prensa y dedicarle muchas horas a la literatura,
acabar como payaso, como idiota, como un divertimento para niños no parece algo
serio ni importante. Quizá porque serio no es; e importante, bueno, eso depende
para quién.
Hace más de diez años que comencé a contar historias, a
volverme un “cuenta cuentos” noté que debía ser muy cauteloso con los términos.
Porque los Narradores Orales (así en mayúsculas) tienen una técnica, toman
talleres con un grupo de personas que por años han contado historias de un
mismo modo, creando una tradición que hoy ostentan con todas las de la ley. Así
que un improvisado no debía venir a llamarse de esa forma, mucho menos si nunca
tomó siquiera un taller con ellos y, además transgrede las normas y formas de
la técnica.
Luego noté algo muy difícil de aceptar: no basta. O al menos
en mi experiencia no es suficiente tu vocalidad y tu energía para tener sentado
a un grupo de gente por una hora. Es decir que no me bastaba contar historias
de los libros que me encantan, no sólo se trataba de buscar entre cientos de
cuentos, sino además hacerlos divertidos, amables, entrañables.
Entonces busqué talleres de títeres, malabares, pantomima,
canto y el resultado fue que un día, mientras contaba un cuento en Colombia, un
gran amigo me lo dijo claro: “tú no eres narrador oral, ni cuenta cuentos, ni
siquiera cuentero, Martín tú estás haciendo juglaría”.
Con toda la información de la universidad ya había revisado
las notas de Menéndez Pidal y me di cuenta que, efectivamente, de juglar es mi
oficio. Si bien fue la palabra el primer acercamiento a estar frente a un
público, después todo me ha llevado a explorar, conocer y generar maneras de
crear empatía con lo dicho y mezclas maravillosas fuera de las técnicas y
ciertos canones ya un poco pasados de moda.
El día de hoy vivo de comunicar, desde compartir historias
en libros hasta hacer radio cotidianamente, desde moverme en el escenario hasta
hacer algo de malabares y títeres, desde hacer un poco de clown hasta cantar de
pronto temas que escribo pensando en cosas que no se dicen y, considero, deben
ser dichas.
Y para ser juglar uno no va a la universidad, es más casi
debe dejarla para poder dedicarse a comunicar. Porque los caminos andados son
los que te forman, porque son los cientos de funciones cotidianas y de personas
atendidas lo que da sentido.
Aquí, en el andar de juglar, no habrá un documento que
avale, tampoco un título de un grupo social que te valide, mucho menos premios,
tampoco aplausos de tus amigos. Lo que hay son miles de niños que ríen con un
cuento y que buscarán libros para tener más historias cerca.
Nadie vendrá a tocar a la puerta para reconocerte una labor
para cientos de miles, pero sí para pedirte que vayas a su fiesta de
cumpleaños, a su escuela, a su festival o feria del libro. Y con eso se vive y
se anda, al igual que en la Edad Media, de nada sirven las prebendas de los
reyes y las cortes si no tienes el agrado de la gente que mira y valora tu
trabajo.
Hace unos años la promoción de la lectura se volvió un tema
importantísimo para el gobierno mexicano, para hacer que la población alcanzara
un estándar necesario para los negocios mundiales. Una movida política y
económica que ya pasará y vendrán otras y quienes hoy acuden a contar cuentos
como moda y forma de vida, cambiarán de oficio como de piel. Pero yo no, porque
no decidí vivir así por dinero ni por fama, sino porque es mi forma de darle
sentido a la vida, por fortuna, junto con mi familia.
Y para que quede claro de qué va todo esto, cierro con una
definición de Ramón Menéndez Pidal: “juglares eran todos los que se ganaban la vida
actuando ante un público, para recrearle con la música, o con la literatura, o
con charlatanería, o con juegos de manos, de acrobatismo, de mímica, etc”.
Cholula, Pue. 2 de febrero
de 2016
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