Martín Corona
Alarcón
Si algo
caracteriza a los proyectos culturales
auspiciados y creados por los gobiernos es su ser efímeros. Cada sexenio o
cuatrienio inventa nuevamente, sea sobre la base de otro o por “idea original”,
un festival o feria que anuncia el primer año con bombo y platillo para, a su
salida, dejarlo prácticamente en la ruina y sin posibilidades de seguimiento
alguno.
Muchas veces como
maneras de bajar recursos, otras como propaganda política, pero lamentablemente
la mayoría de las ocasiones con poca experiencia, con muchas ganas y al final
nada. Al salir del poder los emprendedores o promotores del asunto, el festival
se va para siempre, ya que no hay dinero para hacerlo más.
En días pasados
la prensa dejó clara la ruina de un gran festival como Cumbre Tajín que llegó a
traer figuras de talla internacional como Biörk o Carlos Santana, el cual por
falta del apoyo del gobierno primero se redujo en días y, después, también en
su cartelera y alcances.
A quienes
trabajamos continuamente para este tipo de eventos es claro que son casi nulas
las iniciativas culturales y artísticas que busquen sostenerse por sí mismas.
Lamentablemente la cultura en nuestro país se ha convertido al paso de los años
en un pretexto perfecto para inversión a fondo perdido, sin una verdadera
planificación a largo plazo, sin evaluación del impacto y, sobre todo, sin una
búsqueda de ser vigentes con el momento histórico.
Si acudimos a la
historia sabremos que en el Renacimiento fueron las cortes, los reyes y sus
allegados ricos, quienes albergaron a las artes como forma de prodigarse un
halo de poder (más allá que el mero y sucio dinero) y por ello servían como
mecenas a pintores, escritores y demás.
Incluso en la
Edad Media, los juglares viejos y digamos consagrados por el gusto de la gente
eran contratados por los reyes para su promoción, de manera que pudieran poseer
bienes a cambio de su aporte a la fama y lucimiento del rey.
En la actualidad
no parece haber cambiado mucho el asunto, lamentablemente. Sin embargo,
acudimos a un panorama novedoso cuando los gobiernos ya no tienen recurso que
aportar directamente a la cultura, cuando los gobiernos claramente se endeudan
y lo primero que sufre recortes es la cultura. Lo vemos en el desmantelamiento
de bibliotecas, museos, festivales y proyectos no sólo en el país sino en todo
el mundo. Hablamos de políticas macro económicas dictadas muy por arriba de los
intereses de los gobiernos.
Sin embargo, los
implicados en la cultura perdemos de vista un asunto sumamente importante,
vivimos en un capitalismo atroz en el cual sólo es visible aquello que genera
recurso, que se vende y se compra. No tenemos más lectores, sino compradores de
libros. No tenemos más espectadores, sino público. No tenemos más
intelectuales, sino opinadores efímeros de redes sociales. No aspiramos a crear
la perfección, sino un top de ventas que se vuelva mainstream lo antes posible.
En ese contexto
desolador para la visión tradicional de las artes casi toda la gente pierde de
vista la oportunidad que genera. Sí, en todo este absurdo para las artes, en
que la idea romántica de alimentar el espíritu se ha convertido en ver quién
vende más hay una posibilidad.
Partamos de una
idea que nadie se atreve a mencionar, pero es necesario comenzar a poner en la
mesa: las artes tradicionales ya son vigentes, le aburren a la gente que no
está iniciada, preparada o dispuesta a ellas. Claro que siempre ha sido así,
pero actualmente comienzan a ser aburridas incluso para los propios iniciados,
ya que el bombardeo de pantallas es tal que siempre queda la comparación en la
que ya sabemos quién pierde.
¿Cuál entonces es
la oportunidad?
Simplemente la de
re significar las artes, la de crear nuevas maneras de gustarle a la gente de
ahora. Sea con o sin pantallas, con millones de dólares o sin un centavo, pero
partir de lo que gusta aún de las artes viejas para construir sobre ellas,
parafraseando a Schowb en El Libro de Monelle.
No sólo necesario
sino indispensable comenzar esa labor creativa, no hablo de abandonar los
conocimientos académicos sino de utilizarlos a favor de la creación y no de un
sistema inoperante y absurdo.
La labor está
delante, dejar atrás los mecenazgos y enfrentar la búsqueda de públicos que
gustosos paguen las nuevas artes. Una conquista monumental, pero no imposible.
Hacer que las artes estén a la misma altura de cualquier otro bien o servicio.
Si la cultura es
capaz de hacernos creer que es necesario traer barba, depilarse, tatuarse,
poseer un teléfono, pagar cuentas por ver o escuchar contenidos mediante las
pantallas, por qué no hemos sido capaces los creadores de posicionar a las
artes a ese mismo nivel.
El reto está
lanzado y, de no tomarse, veremos con tristeza en unos años cómo las que otrora
se llamaron las Bellas Artes se quedan hermosas e intocables en los museos.
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