martes, 10 de mayo de 2016

Del mecenazgo a las nuevas artes

Martín Corona Alarcón

Si algo caracteriza  a los proyectos culturales auspiciados y creados por los gobiernos es su ser efímeros. Cada sexenio o cuatrienio inventa nuevamente, sea sobre la base de otro o por “idea original”, un festival o feria que anuncia el primer año con bombo y platillo para, a su salida, dejarlo prácticamente en la ruina y sin posibilidades de seguimiento alguno.
Muchas veces como maneras de bajar recursos, otras como propaganda política, pero lamentablemente la mayoría de las ocasiones con poca experiencia, con muchas ganas y al final nada. Al salir del poder los emprendedores o promotores del asunto, el festival se va para siempre, ya que no hay dinero para hacerlo más.
En días pasados la prensa dejó clara la ruina de un gran festival como Cumbre Tajín que llegó a traer figuras de talla internacional como Biörk o Carlos Santana, el cual por falta del apoyo del gobierno primero se redujo en días y, después, también en su cartelera y alcances.
A quienes trabajamos continuamente para este tipo de eventos es claro que son casi nulas las iniciativas culturales y artísticas que busquen sostenerse por sí mismas. Lamentablemente la cultura en nuestro país se ha convertido al paso de los años en un pretexto perfecto para inversión a fondo perdido, sin una verdadera planificación a largo plazo, sin evaluación del impacto y, sobre todo, sin una búsqueda de ser vigentes con el momento histórico.
Si acudimos a la historia sabremos que en el Renacimiento fueron las cortes, los reyes y sus allegados ricos, quienes albergaron a las artes como forma de prodigarse un halo de poder (más allá que el mero y sucio dinero) y por ello servían como mecenas a pintores, escritores y demás.
Incluso en la Edad Media, los juglares viejos y digamos consagrados por el gusto de la gente eran contratados por los reyes para su promoción, de manera que pudieran poseer bienes a cambio de su aporte a la fama y lucimiento del rey.
En la actualidad no parece haber cambiado mucho el asunto, lamentablemente. Sin embargo, acudimos a un panorama novedoso cuando los gobiernos ya no tienen recurso que aportar directamente a la cultura, cuando los gobiernos claramente se endeudan y lo primero que sufre recortes es la cultura. Lo vemos en el desmantelamiento de bibliotecas, museos, festivales y proyectos no sólo en el país sino en todo el mundo. Hablamos de políticas macro económicas dictadas muy por arriba de los intereses de los gobiernos.
Sin embargo, los implicados en la cultura perdemos de vista un asunto sumamente importante, vivimos en un capitalismo atroz en el cual sólo es visible aquello que genera recurso, que se vende y se compra. No tenemos más lectores, sino compradores de libros. No tenemos más espectadores, sino público. No tenemos más intelectuales, sino opinadores efímeros de redes sociales. No aspiramos a crear la perfección, sino un top de ventas que se vuelva mainstream lo antes posible.
En ese contexto desolador para la visión tradicional de las artes casi toda la gente pierde de vista la oportunidad que genera. Sí, en todo este absurdo para las artes, en que la idea romántica de alimentar el espíritu se ha convertido en ver quién vende más hay una posibilidad.
Partamos de una idea que nadie se atreve a mencionar, pero es necesario comenzar a poner en la mesa: las artes tradicionales ya son vigentes, le aburren a la gente que no está iniciada, preparada o dispuesta a ellas. Claro que siempre ha sido así, pero actualmente comienzan a ser aburridas incluso para los propios iniciados, ya que el bombardeo de pantallas es tal que siempre queda la comparación en la que ya sabemos quién pierde.
¿Cuál entonces es la oportunidad?
Simplemente la de re significar las artes, la de crear nuevas maneras de gustarle a la gente de ahora. Sea con o sin pantallas, con millones de dólares o sin un centavo, pero partir de lo que gusta aún de las artes viejas para construir sobre ellas, parafraseando a Schowb en El Libro de Monelle.
No sólo necesario sino indispensable comenzar esa labor creativa, no hablo de abandonar los conocimientos académicos sino de utilizarlos a favor de la creación y no de un sistema inoperante y absurdo.
La labor está delante, dejar atrás los mecenazgos y enfrentar la búsqueda de públicos que gustosos paguen las nuevas artes. Una conquista monumental, pero no imposible. Hacer que las artes estén a la misma altura de cualquier otro bien o servicio.
Si la cultura es capaz de hacernos creer que es necesario traer barba, depilarse, tatuarse, poseer un teléfono, pagar cuentas por ver o escuchar contenidos mediante las pantallas, por qué no hemos sido capaces los creadores de posicionar a las artes a ese mismo nivel.
El reto está lanzado y, de no tomarse, veremos con tristeza en unos años cómo las que otrora se llamaron las Bellas Artes se quedan hermosas e intocables en los museos.




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